OPINIóN

El Dios que fracasó


John Campuzano Vásquez

El Dios que fracasó es un libro de obligada lectura, es más que una confesión de desilusión. Es una advertencia de alto calibre, escrita por intelectuales que abandonaron el comunismo tras haberlo vivido desde dentro. André Gide, Arthur Koestler, Ignazio Silone y otros dejaron testimonio de cómo el ideal de justicia social, perseguido con fervor casi religioso, degeneró en represión, censura y muerte. Lo que se pretendía como liberación del hombre, acabó por aplastarlo bajo el peso de un Estado absoluto. Sin embargo, lo más perturbador no es solo el fracaso histórico de estos regímenes, sino la persistencia con la que ciertos sindicalistas, políticos, académicos y pensadores contemporáneos insisten en defenderlos, reinterpretarlos o incluso romantizarlos como es el caso Cuba. A pesar de las pruebas, de los archivos abiertos, de los testimonios de víctimas y del colapso visible de sus economías y sociedades, todavía hay quienes sueñan con una utopía socialista que —según ellos— “nunca se ha aplicado correctamente”. Esta negación de la realidad, revestida de superioridad moral y académica, no solo resulta ingenua: es peligrosa e insultante.

Dostoievski, en Los hermanos Karamázov, lo advirtió con genialidad en el episodio del Gran Inquisidor: el hombre, cansado de su libertad, desea entregarse a quien le prometa orden y pan, aunque le arrebaten el alma. El proyecto comunista encarnó exactamente esa tentación: eliminar la incertidumbre a cambio de obediencia. Pero la historia mostró que, sin libertad individual, no hay ni justicia, ni dignidad, ni progreso.

El problema de fondo es antropológico. Las utopías igualitarias parten de una falsa idea del ser humano: lo imaginan moldeable, perfecto, sumiso a una estructura ideal. Por eso fracasan, porque niegan la complejidad, la libertad y los límites morales del individuo.

El Dios que fracasó no solo relata un naufragio político. Desenmascara también una fe ciega que, en manos de ciertos intelectuales, aún hoy se resiste a morir. Tal vez, porque renunciar a esa fe implicaría aceptar que no existe redención colectiva impuesta desde arriba por el Estado o por los genios del Politburó. Y que la verdadera revolución es, siempre, interior y libre.