Diego De la Rosa Bermúdez

Mientras unos nacen, otros mueren. Mientras madres sonríen al ver sus pequeños neonatos respirar entre sus brazos, hay otras madres que lloran desconsoladas luego de perder a sus hijos en una de las varias muertes violentas que ocurren diariamente en el país. Aunque, el ciclo normal de la vida es precisamente eso, una danza biológica entre los que llegan y se van, la cuestión siempre son las emociones y sacrificios de los que se quedan en este pequeño planeta azul ubicado en el brazo menor de Orión del brazo espiral de Sagitario, al borde de la vía láctea, una galaxia periférica del supercúmulo de Lanaikea. Aunque parece que a los dioses y al destino poco o nada le representamos, la cuestión nunca estuvo en la dimensión de nuestro papel en el universo. Lo que siempre estuvo de fondo es cómo significamos la fugaz vida que experimentamos. En el amor que sentimos, en el odio que reconducimos para luchar contra los depredadores y enemigos. Hoy, para vergüenza de nuestros antiguos, se están difuminando las nociones de fortaleza, honor y entendimiento, por débiles formas de permisión, hedonismo y diversión, olvidando que las comodidades de hoy son conquistas temporales de un planeta que se está quedando sin agua dulce, sin aire limpio, sin polinización, sin empatía, sin sentido de comunidad. Aunque nunca es tarde, ya no es temprano para la conquista de cambios significativos. No sé si estamos a tiempo, solo sé que la vida y la muerte se acelera hasta una angustiante escasez de recursos y banalización del mal, en que nuestros jóvenes tienen síndrome cervical de pantalla y tendinitis de mano. Para variar, Ecuador, conforme las evaluaciones PISA 2022, ni siquiera está entre los primeros lugares en matemáticas y ciencias de la región latinoamericana que, a su vez, está debajo del promedio de los países de la OCDE. Al final, somos hijos del rigor, en que el dolor y las dificultades germinaran en nosotros el valor para cambiar lo que podemos y resiliencia para aceptar nuestro destino.
