Los recientes acontecimientos en Colombia, marcados por el atentado contra el precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay, han preocupado a toda América Latina.

Los recientes acontecimientos en Colombia, marcados por el atentado contra el precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay, han preocupado a toda América Latina. El ataque, ocurrido durante un acto público y registrado en video, ha reavivado el temor colectivo de que los fantasmas del pasado retornen con fuerza. Para los colombianos, el recuerdo de los magnicidios que antecedieron las elecciones de 1990 —Luis Carlos Galán, Jaime Pardo Leal, Bernardo Jaramillo y Carlos Pizarro— se hace más presente que nunca.
Pero esta vez, la amenaza no se limita a una nación. Lo ocurrido en Ecuador en 2023, con el asesinato del candidato Fernando Villavicencio, y los recientes crímenes de dos alcaldes en la provincia de El Oro, muestran una peligrosa tendencia regional: la criminalidad organizada ha comenzado a desafiar directamente al poder político, usando el terror como herramienta para imponer su voluntad. Los intentos de silenciar líderes políticos mediante la violencia no son ataques individuales: son agresiones a la democracia. Un magnicidio no se mide solo por la importancia del cargo que ostenta la víctima, sino por el impacto que busca generar: infundir miedo, socavar la institucionalidad y minar la confianza ciudadana en los mecanismos democráticos.
En este contexto, la comunidad internacional no puede limitarse a emitir comunicados de condena. Es urgente que organismos como la Organización de Estados Americanos y las Naciones Unidas adopten un rol más activo, ofreciendo cooperación técnica, observación permanente y respaldo político a los países que enfrentan estas amenazas. Su silencio o pasividad solo alimentará la percepción de impunidad. Los Estados latinoamericanos, por su parte, tienen la obligación moral y legal de garantizar procesos de investigación serios, independientes y sin interferencias. La justicia debe prevalecer sobre los intereses particulares o el miedo. Solo así será posible frenar el avance de redes delictivas que buscan colonizar la política y convertir a la violencia en una forma de gobierno. La defensa de la vida, de las instituciones y del ejercicio político libre no puede esperar. La violencia no puede normalizarse. De lo contrario, lo que hoy es un caso aislado podría volverse norma.
