Oswaldo Peñaloza Castro

Hubo un día en que dos personas decidieron construir un hogar. Juntos criaron hijos, les enseñaron a pronunciar sus primeras palabras, sostuvieron sus manos mientras aprendían a caminar, guiaron sus dedos torpones al escribir sus primeras letras. Somos lo que somos gracias a ellos, a esa dedicación sin medida, a ese amor incondicional que no conoció horarios ni descansos. Nos dieron educación cuando apenas tenían para sí mismos, nos ofrecieron consejos una y otra y otra vez, nos tendieron la mano tantas veces que no te alcanza. Y de pronto, sin que te des cuenta de cuándo exactamente sucedió, los roles se invierten. Esos hombres y mujeres que lo dieron todo, que se sobrepusieron a cada obstáculo con una fuerza que parecía inagotable, ahora nos necesitan para su diario vivir.
El envejecimiento es una maldita realidad que no ves venir hasta que sucede. Para nosotros, los hijos, es el momento en que finalmente nos convencemos de que probablemente ya no pueden valerse por sí mismos. Para ellos, nuestros padres, es la durísima aceptación de que ahora necesitan ayuda para hacer lo que antes hacían sin pensar: las tareas diarias, manejar, caminar, existir con independencia.
Me pregunto qué tan dura debe ser esa prueba. Estar viejo solo en tu “estuche”, mientras tu alma, tu esencia, ese ser que fuiste siempre, permanece intacto como cuando eras joven. Sigues siendo tú por dentro, pero el cuerpo ya no responde, ya no obedece, ya no acompaña.
Y luego está esa otra brutal realidad. Ese evento inevitable que puede darse en cualquier momento, pero al que prefieres no mirar de frente. Prefieres voltear hacia otro lado porque sabes que sucederá, pero no sabes cuándo. Hasta que llega: un accidente, una caída, un choque vehicular causado por esa misma vulnerabilidad que te negabas a ver. Y de repente los pone al borde de la muerte, moviliza a toda la familia. Así que mientras estén aquí, vivamos bien. Retribuyamos con sinceridad todo ese esfuerzo que ellos dieron por nosotros durante toda su vida. Démosles la misma paciencia con la que nos enseñaron a hablar. Sostengamos sus manos como ellos sostuvieron las nuestras. Acompañémoslos en esta última etapa del camino con el mismo amor incondicional que ellos nos dieron desde el primer día. Qué dura prueba es despedirse poco a poco de los padres.
